1.
Al comienzo de un nuevo año, que
recibimos como una gracia y un don de Dios a la humanidad, deseo dirigir a cada
hombre y mujer, así como a los pueblos y naciones del mundo, a los jefes de
Estado y de Gobierno, y a los líderes de las diferentes religiones, mis mejores
deseos de paz, que acompaño con mis oraciones por el fin de las guerras, los
conflictos y los muchos de sufrimientos causados por el hombre o por antiguas y
nuevas epidemias, así como por los devastadores efectos de los desastres
naturales. Rezo de modo especial para que, respondiendo a nuestra común
vocación de colaborar con Dios y con todos los hombres de buena voluntad en la
promoción de la concordia y la paz en el mundo, resistamos a la tentación de
comportarnos de un modo indigno de nuestra humanidad.
En el mensaje para el 1 de enero pasado, señalé que del «deseo de una vida
plena… forma parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la
comunión con los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes,
sino hermanos a los que acoger y querer».[1] Siendo el hombre un ser
relacional, destinado a realizarse en un contexto de relaciones interpersonales
inspiradas por la justicia y la caridad, es esencial que para su desarrollo se
reconozca y respete su dignidad, libertad y autonomía. Por desgracia, el
flagelo cada vez más generalizado de la explotación del hombre por parte del
hombre daña seriamente la vida de comunión y la llamada a estrechar relaciones
interpersonales marcadas por el respeto, la justicia y la caridad. Este
fenómeno abominable, que pisotea los derechos fundamentales de los demás y
aniquila su libertad y dignidad, adquiere múltiples formas sobre las que deseo
hacer una breve reflexión, de modo que, a la luz de la Palabra de Dios,
consideremos a todos los hombres «no esclavos, sino hermanos».
A la escucha del proyecto de Dios sobre la humanidad
Algunas causas profundas de la esclavitud
Junto a esta causa ontológica –rechazo de la humanidad del otro– hay otras que ayudan a explicar las formas contemporáneas de la esclavitud. Me refiero en primer lugar a la pobreza, al subdesarrollo y a la exclusión, especialmente cuando se combinan con la falta de acceso a la educación o con una realidad caracterizada por las escasas, por no decir inexistentes, oportunidades de trabajo. Con frecuencia, las víctimas de la trata y de la esclavitud son personas que han buscado una manera de salir de un estado de pobreza extrema, creyendo a menudo en falsas promesas de trabajo, para caer después en manos de redes criminales que trafican con los seres humanos. Estas redes utilizan hábilmente las modernas tecnologías informáticas para embaucar a jóvenes y niños en todas las partes del mundo.
A la escucha del proyecto de Dios sobre la humanidad
Algunas causas profundas de la esclavitud
Junto a esta causa ontológica –rechazo de la humanidad del otro– hay otras que ayudan a explicar las formas contemporáneas de la esclavitud. Me refiero en primer lugar a la pobreza, al subdesarrollo y a la exclusión, especialmente cuando se combinan con la falta de acceso a la educación o con una realidad caracterizada por las escasas, por no decir inexistentes, oportunidades de trabajo. Con frecuencia, las víctimas de la trata y de la esclavitud son personas que han buscado una manera de salir de un estado de pobreza extrema, creyendo a menudo en falsas promesas de trabajo, para caer después en manos de redes criminales que trafican con los seres humanos. Estas redes utilizan hábilmente las modernas tecnologías informáticas para embaucar a jóvenes y niños en todas las partes del mundo.
2. El tema que he elegido para este mensaje recuerda la carta de san
Pablo a Filemón, en la que le pide que reciba a Onésimo, antiguo esclavo de
Filemón y que después se hizo cristiano, mereciendo por eso, según Pablo, que
sea considerado como un hermano. Así escribe el Apóstol de las gentes: «Quizá
se apartó de ti por breve tiempo para que lo recobres ahora para siempre; y no
como esclavo, sino como algo mejor que un esclavo, como un hermano querido»
(Flm 15-16). Onésimo se convirtió en hermano de Filemón al hacerse cristiano.
Así, la conversión a Cristo, el comienzo de una vida de discipulado en Cristo,
constituye un nuevo nacimiento (cf. 2 Co 5,17; 1 P 1,3) que regenera la
fraternidad como vínculo fundante de la vida familiar y base de la vida social.
En el libro del Génesis, leemos que Dios creó al hombre, varón y hembra, y los
bendijo, para que crecieran y se multiplicaran (cf. 1,27-28): Hizo que Adán y
Eva fueran padres, los cuales, cumpliendo la bendición de Dios de ser fecundos
y multiplicarse, concibieron la primera fraternidad, la de Caín y Abel. Caín y
Abel eran hermanos, porque vienen del mismo vientre, y por lo tanto tienen el
mismo origen, naturaleza y dignidad de sus padres, creados a imagen y semejanza
de Dios.
Pero la fraternidad expresa también la multiplicidad y diferencia que hay entre
los hermanos, si bien unidos por el nacimiento y por la misma naturaleza y
dignidad. Como hermanos y hermanas, todas las personas están por naturaleza
relacionadas con las demás, de las que se diferencian pero con las que
comparten el mismo origen, naturaleza y dignidad. Gracias a ello la fraternidad
crea la red de relaciones fundamentales para la construcción de la familia
humana creada por Dios.
Por desgracia, entre la primera creación que narra el libro del Génesis y
el nuevo nacimiento en Cristo, que hace de los creyentes hermanos y
hermanas del «primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29), se encuentra la
realidad negativa del pecado, que muchas veces interrumpe la fraternidad
creatural y deforma continuamente la belleza y nobleza del ser hermanos y hermanas
de la misma familia humana. Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo
mata por envidia cometiendo el primer fratricidio. «El asesinato de Abel por
parte de Caín deja constancia trágicamente del rechazo radical de la vocación a
ser hermanos. Su historia (cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la dificultad de la
tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir unidos, preocupándose
los unos de los otros».[2]
También en la historia de la familia de Noé y sus hijos (cf. Gn 9,18-27), la
maldad de Cam contra su padre es lo que empuja a Noé a maldecir al hijo
irreverente y bendecir a los demás, que sí lo honraban, dando lugar a una
desigualdad entre hermanos nacidos del mismo vientre.
En la historia de los orígenes de la familia humana, el pecado de la separación
de Dios, de la figura del padre y del hermano, se convierte en una expresión
del rechazo de la comunión traduciéndose en la cultura de la esclavitud (cf. Gn
9,25-27), con las consecuencias que ello conlleva y que se perpetúan de
generación en generación: rechazo del otro, maltrato de las personas, violación
de la dignidad y los derechos fundamentales, la institucionalización de la
desigualdad. De ahí la necesidad de convertirse continuamente a la Alianza,
consumada por la oblación de Cristo en la cruz, seguros de que «donde abundó el
pecado, sobreabundó la gracia... por Jesucristo» (Rm 5,20.21). Él, el
Hijo amado (cf. Mt 3,17), vino a revelar el amor del Padre por la humanidad. El
que escucha el evangelio, y responde a la llamada a la conversión, llega a ser
en Jesús «hermano y hermana, y madre» (Mt 12,50) y, por tanto, hijo adoptivo de
su Padre (cf. Ef 1,5).
No se llega a ser cristiano, hijo del Padre y hermano en Cristo, por una
disposición divina autoritativa, sin el concurso de la libertad personal, es
decir, sin convertirse libremente a Cristo. El ser hijo de Dios responde al
imperativo de la conversión: «Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros
en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis
el don del Espíritu Santo» (Hch 2,38). Todos los que respondieron con la fe y
la vida a esta predicación de Pedro entraron en la fraternidad de la primera
comunidad cristiana (cf. 1 P 2,17; Hch 1,15.16; 6,3; 15,23): judíos y griegos,
esclavos y hombres libres (cf. 1 Co 12,13; Ga 3,28), cuya diversidad de
origen y condición social no disminuye la dignidad de cada uno, ni excluye a
nadie de la pertenencia al Pueblo de Dios. Por ello, la comunidad cristiana es
el lugar de la comunión vivida en el amor entre los hermanos (cf. Rm 12,10; 1
Ts 4,9; Hb 13,1; 1 P 1,22; 2 P 1,7).
Todo esto demuestra cómo la Buena Nueva de Jesucristo, por la que Dios hace
«nuevas todas las cosas» (Ap 21,5),[3] también es capaz de redimir las
relaciones entre los hombres, incluida aquella entre un esclavo y su amo,
destacando lo que ambos tienen en común: la filiación adoptiva y el vínculo de
fraternidad en Cristo. El mismo Jesús dijo a sus discípulos: «Ya no os llamo
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos,
porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,15).
Múltiples rostros de la esclavitud de entonces y de ahora
3. Desde tiempos inmemoriales, las diferentes sociedades humanas conocen el
fenómeno del sometimiento del hombre por parte del hombre. Ha habido períodos
en la historia humana en que la institución de la esclavitud estaba
generalmente aceptada y regulada por el derecho. Éste establecía quién nacía
libre, y quién, en cambio, nacía esclavo, y en qué condiciones la persona
nacida libre podía perder su libertad u obtenerla de nuevo. En otras palabras,
el mismo derecho admitía que algunas personas podían o debían ser consideradas
propiedad de otra persona, la cual podía disponer libremente de ellas; el
esclavo podía ser vendido y comprado, cedido y adquirido como una mercancía.
Hoy, como resultado de un desarrollo positivo de la conciencia de la humanidad,
la esclavitud, crimen de lesa humanidad,[4] está oficialmente abolida en el
mundo. El derecho de toda persona a no ser sometida a esclavitud ni a
servidumbre está reconocido en el derecho internacional como norma inderogable.
Sin embargo, a pesar de que la comunidad internacional ha adoptado diversos
acuerdos para poner fin a la esclavitud en todas sus formas, y ha dispuesto
varias estrategias para combatir este fenómeno, todavía hay millones de
personas –niños, hombres y mujeres de todas las edades– privados de su libertad
y obligados a vivir en condiciones similares a la esclavitud.
Me refiero a tantos trabajadores y trabajadoras, incluso menores, oprimidos de
manera formal o informal en todos los sectores, desde el trabajo doméstico al
de la agricultura, de la industria manufacturera a la minería, tanto en los
países donde la legislación laboral no cumple con las mínimas normas y
estándares internacionales, como, aunque de manera ilegal, en aquellos cuya
legislación protege a los trabajadores.
Pienso también en las condiciones de vida de muchos emigrantes que, en su
dramático viaje, sufren el hambre, se ven privados de la libertad, despojados
de sus bienes o de los que se abusa física y sexualmente. En aquellos que, una
vez llegados a su destino después de un viaje durísimo y con miedo e
inseguridad, son detenidos en condiciones a veces inhumanas. Pienso en los que
se ven obligados a la clandestinidad por diferentes motivos sociales, políticos
y económicos, y en aquellos que, con el fin de permanecer dentro de la ley,
aceptan vivir y trabajar en condiciones inadmisibles, sobre todo cuando las
legislaciones nacionales crean o permiten una dependencia estructural del
trabajador emigrado con respecto al empleador, como por ejemplo cuando se
condiciona la legalidad de la estancia al contrato de trabajo... Sí, pienso en
el «trabajo esclavo».
Pienso en las personas obligadas a ejercer la prostitución, entre las que hay
muchos menores, y en los esclavos y esclavas sexuales; en las mujeres obligadas
a casarse, en aquellas que son vendidas con vistas al matrimonio o en las
entregadas en sucesión, a un familiar después de la muerte de su marido, sin
tener el derecho de dar o no su consentimiento.
No puedo dejar de pensar en los niños y adultos que son víctimas del
tráfico y comercialización para la extracción de órganos, para ser
reclutados como soldados, para la mendicidad, para actividades ilegales como la
producción o venta de drogas, o para formas encubiertas de adopción
internacional.
Pienso finalmente en todos los secuestrados y encerrados en cautividad
por grupos terroristas, puestos a su servicio como combatientes o, sobre
todo las niñas y mujeres, como esclavas sexuales. Muchos de ellos desaparecen,
otros son vendidos varias veces, torturados, mutilados o asesinados.
4. Hoy como ayer, en la raíz de la esclavitud se encuentra una concepción de la
persona humana que admite el que pueda ser tratada como un objeto. Cuando el
pecado corrompe el corazón humano, y lo aleja de su Creador y de sus
semejantes, éstos ya no se ven como seres de la misma dignidad, como hermanos y
hermanas en la humanidad, sino como objetos. La persona humana, creada a imagen
y semejanza de Dios, queda privada de la libertad, mercantilizada, reducida a
ser propiedad de otro, con la fuerza, el engaño o la constricción física o
psicológica; es tratada como un medio y no como un fin.
Entre las causas de la esclavitud hay que incluir también la corrupción de
quienes están dispuestos a hacer cualquier cosa para enriquecerse. En efecto,
la esclavitud y la trata de personas humanas requieren una complicidad que con
mucha frecuencia pasa a través de la corrupción de los intermediarios, de
algunos miembros de las fuerzas del orden o de otros agentes estatales, o de
diferentes instituciones, civiles y militares. «Esto sucede cuando al centro de
un sistema económico está el dios dinero y no el hombre, la persona humana. Sí,
en el centro de todo sistema social o económico, tiene que estar la persona,
imagen de Dios, creada para que fuera el dominador del universo. Cuando la
persona es desplazada y viene el dios dinero sucede esta trastocación de
valores».[5]
Otras causas de la esclavitud son los conflictos armados, la violencia,
el crimen y el terrorismo. Muchas personas son secuestradas para ser vendidas o
reclutadas como combatientes o explotadas sexualmente, mientras que otras se
ven obligadas a emigrar, dejando todo lo que poseen: tierra, hogar,
propiedades, e incluso la familia. Éstas últimas se ven empujadas a buscar una
alternativa a esas terribles condiciones aun a costa de su propia dignidad y
supervivencia, con el riesgo de entrar de ese modo en ese círculo vicioso que
las convierte en víctimas de la miseria, la corrupción y sus consecuencias
perniciosas.
Compromiso común para derrotar la esclavitud
5. Con frecuencia, cuando observamos el fenómeno de la trata de personas, del
tráfico ilegal de los emigrantes y de otras formas conocidas y desconocidas de
la esclavitud, tenemos la impresión de que todo esto tiene lugar bajo la
indiferencia general.
Aunque por desgracia esto es cierto en gran parte, quisiera mencionar el gran
trabajo silencioso que muchas congregaciones religiosas, especialmente
femeninas, realizan desde hace muchos años en favor de las víctimas. Estos
Institutos trabajan en contextos difíciles, a veces dominados por la violencia,
tratando de romper las cadenas invisibles que tienen encadenadas a las víctimas
a sus traficantes y explotadores; cadenas cuyos eslabones están hechos de
sutiles mecanismos psicológicos, que convierten a las víctimas en dependientes
de sus verdugos, a través del chantaje y la amenaza, a ellos y a sus seres
queridos, pero también a través de medios materiales, como la confiscación de
documentos de identidad y la violencia física. La actividad de las
congregaciones religiosas se estructura principalmente en torno a tres
acciones: la asistencia a las víctimas, su rehabilitación bajo el aspecto
psicológico y formativo, y su reinserción en la sociedad de destino o de
origen.
Este inmenso trabajo, que requiere coraje, paciencia y perseverancia, merece el
aprecio de toda la Iglesia y de la sociedad. Pero, naturalmente, por sí solo no
es suficiente para poner fin al flagelo de la explotación de la persona humana.
Se requiere también un triple compromiso a nivel institucional de prevención,
protección de las víctimas y persecución judicial contra los responsables.
Además, como las organizaciones criminales utilizan redes globales para lograr
sus objetivos, la acción para derrotar a este fenómeno requiere un esfuerzo
conjunto y también global por parte de los diferentes agentes que conforman la
sociedad.
Los Estados deben vigilar para que su legislación nacional en materia de
migración, trabajo, adopciones, deslocalización de empresas y comercialización
de los productos elaborados mediante la explotación del trabajo, respete la
dignidad de la persona. Se necesitan leyes justas, centradas en la persona
humana, que defiendan sus derechos fundamentales y los restablezcan cuando son
pisoteados, rehabilitando a la víctima y garantizando su integridad, así como mecanismos
de seguridad eficaces para controlar la aplicación correcta de estas normas,
que no dejen espacio a la corrupción y la impunidad. Es preciso que se
reconozca también el papel de la mujer en la sociedad, trabajando también en el
plano cultural y de la comunicación para obtener los resultados deseados.
Las organizaciones intergubernamentales, de acuerdo con el principio de
subsidiariedad, están llamadas a implementar iniciativas coordinadas para
luchar contra las redes transnacionales del crimen organizado que gestionan la
trata de personas y el tráfico ilegal de emigrantes. Es necesaria una
cooperación en diferentes niveles, que incluya a las instituciones nacionales e
internacionales, así como a las organizaciones de la sociedad civil y del mundo
empresarial.
Las empresas,[6] en efecto, tienen el deber de garantizar a sus empleados
condiciones de trabajo dignas y salarios adecuados, pero también han de vigilar
para que no se produzcan en las cadenas de distribución formas de servidumbre o
trata de personas. A la responsabilidad social de la empresa hay que unir
la responsabilidad social del consumidor. Pues cada persona debe ser
consciente de que «comprar es siempre un acto moral, además de económico».[7]
Las organizaciones de la sociedad civil, por su parte, tienen la tarea de
sensibilizar y estimular las conciencias acerca de las medidas necesarias para
combatir y erradicar la cultura de la esclavitud.
En los últimos años, la Santa Sede, acogiendo el grito de dolor de las
víctimas de la trata de personas y la voz de las congregaciones religiosas que
las acompañan hacia su liberación, ha multiplicado los llamamientos a la
comunidad internacional para que los diversos actores unan sus esfuerzos y
cooperen para poner fin a esta plaga.[8] Además, se han organizado algunos
encuentros con el fin de dar visibilidad al fenómeno de la trata de personas y
facilitar la colaboración entre los diferentes agentes, incluidos expertos del
mundo académico y de las organizaciones internacionales, organismos policiales
de los diferentes países de origen, tránsito y destino de los migrantes, así
como representantes de grupos eclesiales que trabajan por las víctimas. Espero
que estos esfuerzos continúen y se redoblen en los próximos años.
Globalizar la fraternidad, no la esclavitud ni la indiferencia
6. En su tarea de «anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad»,[9]
la Iglesia se esfuerza constantemente en las acciones de carácter caritativo
partiendo de la verdad sobre el hombre. Tiene la misión de mostrar a todos el
camino de la conversión, que lleve a cambiar el modo de ver al prójimo, a
reconocer en el otro, sea quien sea, a un hermano y a una hermana en la
humanidad; reconocer su dignidad intrínseca en la verdad y libertad, como nos
lo muestra la historia de Josefina Bakhita, la santa proveniente de la región
de Darfur, en Sudán, secuestrada cuando tenía nueve años por traficantes de
esclavos y vendida a dueños feroces. A través de sucesos dolorosos llegó a ser
«hija libre de Dios», mediante la fe vivida en la consagración religiosa y en
el servicio a los demás, especialmente a los pequeños y débiles. Esta Santa,
que vivió entre los siglos XIX y XX, es hoy un testigo ejemplar de
esperanza[10] para las numerosas víctimas de la esclavitud y un apoyo en los
esfuerzos de todos aquellos que se dedican a luchar contra esta «llaga en el
cuerpo de la humanidad contemporánea, una herida en la carne de Cristo».[11]
En esta perspectiva, deseo invitar a cada uno, según su puesto y
responsabilidades, a realizar gestos de fraternidad con los que se encuentran
en un estado de sometimiento. Preguntémonos, tanto comunitaria como
personalmente, cómo nos sentimos interpelados cuando encontramos o tratamos en
la vida cotidiana con víctimas de la trata de personas, o cuando tenemos que
elegir productos que con probabilidad podrían haber sido realizados mediante la
explotación de otras personas. Algunos hacen la vista gorda, ya sea por
indiferencia, o porque se desentienden de las preocupaciones diarias, o por
razones económicas. Otros, sin embargo, optan por hacer algo positivo,
participando en asociaciones civiles o haciendo pequeños gestos cotidianos –que
son tan valiosos–, como decir una palabra, un saludo, un «buenos días» o una
sonrisa, que no nos cuestan nada, pero que pueden dar esperanza, abrir caminos,
cambiar la vida de una persona que vive en la invisibilidad, e incluso cambiar
nuestras vidas en relación con esta realidad.
Debemos reconocer que estamos frente a un fenómeno mundial que sobrepasa las
competencias de una sola comunidad o nación. Para derrotarlo, se necesita una
movilización de una dimensión comparable a la del mismo fenómeno. Por esta
razón, hago un llamamiento urgente a todos los hombres y mujeres de buena
voluntad, y a todos los que, de lejos o de cerca, incluso en los más altos
niveles de las instituciones, son testigos del flagelo de la esclavitud
contemporánea, para que no sean cómplices de este mal, para que no aparten los
ojos del sufrimiento de sus hermanos y hermanas en humanidad, privados de libertad
y dignidad, sino que tengan el valor de tocar la carne sufriente de Cristo,[12]
que se hace visible a través de los numerosos rostros de los que él mismo llama
«mis hermanos más pequeños» (Mt 25,40.45).
Sabemos que Dios nos pedirá a cada uno de nosotros: ¿Qué has hecho con tu
hermano? (cf. Gn 4,9-10). La globalización de la indiferencia, que ahora afecta
a la vida de tantos hermanos y hermanas, nos pide que seamos artífices de una
globalización de la solidaridad y de la fraternidad, que les dé esperanza y los
haga reanudar con ánimo el camino, a través de los problemas de nuestro tiempo
y las nuevas perspectivas que trae consigo, y que Dios pone en nuestras manos.
Vaticano, diciembre de 2.14.
FRANCISCO
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HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA CELEBRACIÓN DE NUESTRA SEÑORA DE GUADALUPE (12 de diciembre de 2014)
«Que
te alaben, Señor, todos los pueblos.
Ten
piedad de nosotros y bendícenos;
Vuelve,
Señor, tus ojos a nosotros.
Que
conozca la tierra tu bondad y los pueblos tu obra salvadora.
Las
naciones con júbilo te canten,
Porque
juzgas al mundo con justicia (…)» (Sal 66).
La plegaria del salmista, de súplica de
perdón y bendición de pueblos y naciones y, a la vez, de jubilosa alabanza,
ayuda a expresar el sentido espiritual de esta celebración. Son los pueblos y
naciones de nuestra Patria Grande, Patria Grande latinoamericana los que hoy
conmemoran con gratitud y alegría la festividad de su “patrona”, Nuestra Señora
de Guadalupe, cuya devoción se extiende desde Alaska a la Patagonia. Y con
Gabriel Arcángel y santa Isabel hasta nosotros, se eleva nuestra oración
filial: «Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor está contigo...»
(Lc 1,28).
En esta festividad de Nuestra Señora de
Guadalupe, hacemos en primer lugar memoria agradecida de su visitación y
cercanía materna; cantamos con Ella su “magnificat”; y le confiamos la vida de
nuestros pueblos y la misión continental de la Iglesia.
Cuando se apareció a San Juan Diego en
el Tepeyac, se presentó como “la perfecta siempre Virgen Santa María, Madre del
verdadero Dios” (Nican Mopohua); y dio lugar a una nueva visitación. Corrió
premurosa a abrazar también a los nuevos pueblos americanos, en dramática
gestación. Fue como una «gran señal aparecida en el cielo … mujer vestida de
sol, con la luna bajo sus pies» (Ap 12,1), que asume en sí la simbología
cultural y religiosa de los pueblos originarios, anuncia y dona a su Hijo a
todos esos otros nuevos pueblos de mestizaje desgarrado. Tantos saltaron de
gozo y esperanza ante su visita y ante el don de su Hijo y la más perfecta
discípula del Señor se convirtió en la «gran misionera que trajo el Evangelio a
nuestra América» (Aparecida, 269). El Hijo de María Santísima, Inmaculada
encinta, se revela así desde los orígenes de la historia de los nuevos pueblos
como “el verdaderísimo Dios por quien se vive”, buena nueva de la dignidad
filial de todos sus habitantes. Ya nadie más es solamente siervo sino todos
somos hijos de un mismo Padre hermanos entre nosotros, y siervos en el siervo.
La Santa Madre de Dios visitó a estos
pueblos y quiso quedarse con ellos. Dejó estampada misteriosamente su imagen en
la “tilma” de su mensajero para que la tuviéramos bien presente, convirtiéndose
en símbolo de la alianza de María con estas gentes, a quienes confiere alma y
ternura. Por su intercesión, la fe cristiana fue convirtiéndose en el más rico
tesoro del alma de los pueblos americanos, cuya perla preciosa es Jesucristo:
un patrimonio que se transmite y manifiesta hasta hoy en el bautismo de
multitudes de personas, en la fe, esperanza y caridad de muchos, en la
preciosidad de la piedad popular y también en ese ethos americano que se
muestra en la conciencia de dignidad de la persona humana, en la pasión por la
justicia, en la solidaridad con los más pobres y sufrientes, en la esperanza a
veces contra toda esperanza.
De ahí que nosotros, hoy aquí, podemos
continuar alabando a Dios por las maravillas que ha obrado en la vida de los
pueblos latinoamericanos. Dios, según su estilo, “ha ocultado estas cosas a
sabios y entendidos, dándolas a conocer a los pequeños, a los humildes, a los
sencillos de corazón” (cf. Mt 11,21). En las maravillas que ha realizado el
Señor en María, Ella reconoce el estilo y modo de actuar de su Hijo en la
historia de salvación. Trastocando los juicios mundanos, destruyendo los ídolos
del poder, de la riqueza, del éxito a todo precio, denunciando la
autosuficiencia, la soberbia y los mesianismos secularizados que alejan de
Dios, el cántico mariano confiesa que Dios se complace en subvertir las
ideologías y jerarquías mundanas. Enaltece a los humildes, viene en auxilio de
los pobres y pequeños, colma de bienes, bendiciones y esperanzas a los que
confían en su misericordia de generación en generación, mientras derriba de sus
tronos a los ricos, potentes y dominadores. El “Magnificat” asì nos introduce
en las “bienaventuranzas”, síntesis y ley primordial del mensaje evangélico. A
su luz, hoy, nos sentimos movidos a pedir una gracia. La gracia tan cristiana
de que el futuro de América Latina sea forjado por los pobres y los que sufren,
por los humildes, por los que tienen hambre y sed de justicia, por los
compasivos, por los de corazón limpio, por los que trabajan por la paz, por los
perseguidos a causa del nombre de Cristo, “porque de ellos es el Reino de los
cielos” (cf. Mt 5,1-11). Sea la gracia de ser forjados por ellos a los cuales,
hoy día, el sistema idolátrico de la cultura del descarte los relega a la
categoría de esclavos, de objetos de aprovechamiento o simplemente desperdicio.
Y hacemos esta petición porque América Latina es el “continente de la esperanza”!, porque de ella se esperan nuevos modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso civil, justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora. Sólo es posible custodiar esa esperanza con grandes dosis de verdad y amor, fundamentos de toda la realidad, motores revolucionarios de auténtica vida nueva.
Ponemos estas realidades y
estos deseos en la mesa del altar, como ofrenda agradable a Dios. Suplicando su
perdón y confiando en su misericordia, celebramos el sacrificio y victoria
pascual de Nuestro Señor Jesucristo. Él es el único Señor, el “libertador” de todas
nuestras esclavitudes y miserias derivadas del pecado. Él es la piedra angular
de la historia y fue el gran descartado. Él nos llama a vivir la verdadera
vida, una vida humana, una convivencia de hijos y hermanos, abiertas ya las
puertas de la «nueva tierra y los nuevos cielos» (Ap 21,1). Suplicamos a la
Santísima Virgen María, en su advocación guadalupana –a la Madre de Dios, a la
Reina y Señora mía, a mi jovencita, a mi pequeña, como la llamó san Juan Diego,
y con todos los apelativos cariñosos con que se dirigen a Ella en la piedad
popular–, le suplicamos que continúe acompañando, auxiliando y protegiendo a
nuestros pueblos. Y que conduzca de la mano a todos los hijos que peregrinan en
estas tierras al encuentro de su Hijo, Jesucristo, Nuestro Señor, presente en
la Iglesia, en su sacramentalidad, especialmente en la Eucaristía, presente en
el tesoro de su Palabra y enseñanzas, presente en el santo pueblo fiel de Dios,
presente en los que sufren y en los humildes de corazón. Y si este programa tan
audaz nos asusta o la pusilanimidad mundana nos amenaza que Ella nos vuelva a
hablar al corazón y nos haga sentir su voz de madre, de madrecita, de madraza,
¿por qué tenés miedo, acaso no estoy yo aquí que soy tu madre?Y hacemos esta petición porque América Latina es el “continente de la esperanza”!, porque de ella se esperan nuevos modelos de desarrollo que conjuguen tradición cristiana y progreso civil, justicia y equidad con reconciliación, desarrollo científico y tecnológico con sabiduría humana, sufrimiento fecundo con alegría esperanzadora. Sólo es posible custodiar esa esperanza con grandes dosis de verdad y amor, fundamentos de toda la realidad, motores revolucionarios de auténtica vida nueva.
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-19 de octubre de 2014 -
Acabamos de escuchar una de las frases más famosas de todo el Evangelio:
«Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21).
Jesús responde con esta frase irónica y genial a la provocación de los
fariseos que, por decirlo de alguna manera, querían hacerle el examen de
religión y ponerlo a prueba. Es una respuesta inmediata que el Señor da a todos
aquellos que tienen problemas de conciencia, sobre todo cuando están en juego
su conveniencia, sus riquezas, su prestigio, su poder y su fama. Y esto ha
sucedido siempre.
Evidentemente, Jesús pone el acento en la segunda parte de la frase: «Y
[dar] a Dios lo que es de Dios». Lo cual quiere decir reconocer y creer
firmemente –frente a cualquier tipo de poder– que sólo Dios es el Señor del
hombre, y no hay ningún otro. Ésta es la novedad perenne que hemos de
redescubrir cada día, superando el temor que a menudo nos atenaza ante las
sorpresas de Dios.
¡Él no tiene miedo de las novedades! Por eso, continuamente nos
sorprende, mostrándonos y llevándonos por caminos imprevistos. Nos renueva, es
decir, nos hace siempre “nuevos”. Un cristiano que vive el Evangelio es “la
novedad de Dios” en la Iglesia y en el mundo. Y a Dios le gusta mucho esta
“novedad”.
«Dar a Dios lo que es de Dios» significa estar dispuesto a hacer su
voluntad y dedicarle nuestra vida y colaborar con su Reino de misericordia, de
amor y de paz.
En eso reside nuestra verdadera fuerza, la levadura que fermenta y la
sal que da sabor a todo esfuerzo humano contra el pesimismo generalizado que
nos ofrece el mundo. En eso reside nuestra esperanza, porque la esperanza en
Dios no es una huida de la realidad, no es una coartada: es ponerse manos a la
obra para devolver a Dios lo que le pertenece. Por eso, el cristiano mira a la
realidad futura, a la realidad de Dios, para vivir plenamente la vida –con los
pies bien puestos en la tierra– y responder, con valentía, a los incesantes
retos nuevos.
Lo hemos visto en estos días durante el Sínodo extraordinario de los
Obispos –“sínodo” quiere decir “caminar juntos”–. Y, de hecho, pastores y
laicos de todas las partes del mundo han traído aquí a Roma la voz de sus
Iglesias particulares para ayudar a las familias de hoy a seguir el camino del
Evangelio, con la mirada fija en Jesús. Ha sido una gran experiencia, en la que
hemos vivido la sinodalidad y la colegialidad, y hemos sentido la fuerza del
Espíritu Santo que guía y renueva sin cesar a la Iglesia, llamada, con premura,
a hacerse cargo de las heridas abiertas y a devolver la esperanza a tantas
personas que la han perdido.
Por el don de este Sínodo y por el espíritu constructivo con que todos
han colaborado, con el Apóstol Pablo, «damos gracias a Dios por todos ustedes y
los tenemos presentes en nuestras oraciones» (1 Ts 1,2). Y que el Espíritu
Santo que, en estos días intensos, nos ha concedido trabajar generosamente con
verdadera libertad y humilde creatividad, acompañe ahora, en las Iglesias de
toda la tierra, el camino de preparación del Sínodo Ordinario de los Obispos
del próximo mes de octubre de 2015. Hemos sembrado y seguiremos sembrando con
paciencia y perseverancia, con la certeza de que es el Señor quien da el
crecimiento (cf. 1 Co 3,6).
En este día de la beatificación del Papa Pablo VI, me vienen a la mente
las palabras con que instituyó el Sínodo de los Obispos: «Después de haber
observado atentamente los signos de los tiempos, nos esforzamos por adaptar los
métodos de apostolado a las múltiples necesidades de nuestro tiempo y a las
nuevas condiciones de la sociedad» (Carta ap. Motu proprio Apostolica
sollicitudo).
Contemplando a este gran Papa, a este cristiano comprometido, a este
apóstol incansable, ante Dios hoy no podemos más que decir una palabra tan
sencilla como sincera e importante: Gracias. Gracias a nuestro querido y amado
Papa Pablo VI. Gracias por tu humilde y profético testimonio de amor a Cristo y
a su Iglesia.
El que fuera gran timonel del Concilio, al día siguiente de su clausura,
anotaba en su diario personal: «Quizás el Señor me ha llamado y me ha puesto en
este servicio no tanto porque yo tenga algunas aptitudes, o para que gobierne y
salve la Iglesia de sus dificultades actuales, sino para que sufra algo por la
Iglesia, y quede claro que Él, y no otros, es quien la guía y la salva» (P.
Macchi, Paolo VI nella sua parola, Brescia 2001, 120-121). En esta humildad
resplandece la grandeza del Beato Pablo VI que, en el momento en que estaba
surgiendo una sociedad secularizada y hostil, supo conducir con sabiduría y con
visión de futuro –y quizás en solitario– el timón de la barca de Pedro sin
perder nunca la alegría y la fe en el Señor.
Pablo VI supo de verdad dar a Dios lo que es de Dios dedicando toda su
vida a la «sagrada, solemne y grave tarea de continuar en el tiempo y extender
en la tierra la misión de Cristo» (Homilía en el inicio del ministerio petrino,
30 junio 1963: AAS 55 [1963], 620), amando a la Iglesia y guiando a la Iglesia
para que sea «al mismo tiempo madre amorosa de todos los hombres y dispensadora
de salvación» (Carta enc. Ecclesiam Suam, Prólogo).
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Homilía del Papa Francisco en la Misa de Acción de gracias por la canonización de Juan Pablo II y Juan XXIII. Celebrada el domingo 4 de mayo de 2014.
En el pasaje de los Hechos de los
Apóstoles hemos escuchado la voz de Pedro, que anuncia con fuerza la
resurrección de Jesús. Y en la segunda lectura es también Pedro que confirma a
los fieles en la fe en Cristo, escribiendo: “ustedes por obra suya creen en
Dios, que lo ha resucitado de entre los muertos…, de modo que su fe y su
esperanza están dirigidas a Dios” 1,21).
Pedro es el punto de referencia firme en
la comunidad porque está fundado en la Roca que es Cristo. Así estuvo Juan
Pablo II, verdadera piedra, anclado a la gran Roca.
Una semana después de la canonización de
Juan XXIII y de Juan Pablo II, estamos reunidos en esta iglesia de los polacos
en Roma, para agradecer al Señor el don del santo Obispo de Roma hijo de
vuestra Nación. Él siempre vino aquí en diversos momentos de su vida y de la
vida de Polonia. En los momentos de tristeza y de abatimiento, cuando todo
parecía perdido, él no perdía la esperanza. Él no perdía la esperanza, porque
su fe y su esperanza estaban fijos en Dios. Y así era piedra, roca, para esta
comunidad (1 Pt 1,21). Era piedra, roca para esta comunidad, que aquí reza, que
aquí escucha la Palabra, prepara los Sacramentos y los administra, recibe a los
necesitados, canta y hace fiesta, y desde aquí sale a las periferias de Roma.
Ustedes, hermanos y hermanas, hacen
parte de un pueblo que ha sido muy probado en su historia. El pueblo polaco
sabe bien que para entrar en la gloria es necesario pasar a través de la pasión
y la cruz (cfr Lc 24,26). Y no lo saben porque lo han estudiado, sino porque lo
han vivido. San Juan Pablo II, como digno hijo de su patria terrena, siguió
este camino. Lo siguió de un modo ejemplar, recibiendo de Dios el despojo
total. Por esto “su carne reposa en la esperanza” (cfr At 2,26; Sal 16,9).
Y nosotros ¿estamos dispuestos a seguir
este camino?
Ustedes, queridos hermanos, que forman
hoy la comunidad cristiana de polacos en Roma ¿quieren seguir este camino?
San Pedro, también con la voz de san
Juan Pablo II, les dice “compórtense con temor de Dios en el tiempo en que
viven aquí abajo como extranjeros” (1 Pt 1,17).
Somos caminantes, no errantes. Somos peregrinos pero no vagabundos – come decía san Juan Pablo II.
Somos caminantes, no errantes. Somos peregrinos pero no vagabundos – come decía san Juan Pablo II.
Los dos discípulos de Emaús en la ida
eran errantes, no sabían dónde terminarían, pero al regreso ¡no! Al regreso
eran ¡testigos de la esperanza que es Cristo! Porque lo habían encontrado a Él,
el Caminante resucitado. Este Jesús que camina con nosotros está aquí. Jesús
hoy está aquí con su Palabra, camina con nosotros.
También nosotros podemos convertirnos en “caminantes resucitados” si su Palabra enciende nuestro corazón, y la Eucaristía nos abre los ojos a la fe y nos nutre de esperanza y de caridad. También nosotros podemos caminar junto a los hermanos y hermanas que están tristes y desesperados, y encender sus corazones con el Evangelio, y partir el pan con ellos, el pan de la fraternidad.
También nosotros podemos convertirnos en “caminantes resucitados” si su Palabra enciende nuestro corazón, y la Eucaristía nos abre los ojos a la fe y nos nutre de esperanza y de caridad. También nosotros podemos caminar junto a los hermanos y hermanas que están tristes y desesperados, y encender sus corazones con el Evangelio, y partir el pan con ellos, el pan de la fraternidad.
Que san Juan Pablo II nos ayude a ser
“caminantes resucitados”. Amén.
oooooooooo-O-oooooooooo-O-oooooooooo-O-oooooooooo-O-oooooo
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
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HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA MISA DE NOCHEBUENA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Domingo 23 de febrero
de 2014
«Que tu ayuda, Padre misericordioso, nos haga siempre atentos
a la voz del Espíritu»
Esta oración del
principio de la Misa indica una actitud fundamental: la escucha del Espíritu
Santo, que vivifica la Iglesia y el alma. Con su fuerza creadora y renovadora,
el Espíritu sostiene siempre la esperanza del Pueblo de Dios en camino a lo
largo de la historia, y sostiene siempre, como Paráclito, el testimonio de los
cristianos. En este momento, todos nosotros, junto con los nuevos cardenales,
queremos escuchar la voz del Espíritu, que habla a través de las Escrituras que
han sido proclamadas.
En la Primera Lectura
ha resonado el llamamiento del Señor a su pueblo: «Sed santos, porque yo, el
Señor vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2).
Y Jesús, en el Evangelio, replica: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto» (Mt 5,48).
Estas palabras nos interpelan a todos nosotros, discípulos del Señor; y hoy se
dirigen especialmente a mí y a vosotros, queridos hermanos cardenales, sobre
todo a los que ayer habéis entrado a formar parte del Colegio Cardenalicio.
Imitar la santidad y la perfección de Dios puede parecer una meta inalcanzable.
Sin embargo, la Primera Lectura y el Evangelio sugieren ejemplos concretos de
cómo el comportamiento de Dios puede convertirse en la regla de nuestras
acciones. Pero recordemos todos, recordemos que, sin el Espíritu Santo, nuestro
esfuerzo sería vano. La santidad cristiana no es en primer término un logro
nuestro, sino fruto de la docilidad ―querida y cultivada― al Espíritu del
Dios tres veces Santo.
El Levítico dice: «No
odiarás de corazón a tu hermano... No te vengarás, ni guardarás rencor... sino
que amarás a tu prójimo...» (19,17-18). Estas actitudes nacen de la santidad de
Dios. Nosotros, sin embargo, normalmente somos tan diferentes, tan egoístas y
orgullosos...; pero la bondad y la belleza de Dios nos atraen, y el Espíritu
Santo nos puede purificar, nos puede transformar, nos puede modelar día a día.
Hacer este trabajo de conversión, conversión en el corazón, conversión que
todos nosotros –especialmente vosotros cardenales y yo– debemos hacer.
¡Conversión!
También Jesús nos habla
en el Evangelio de la santidad, y nos explica la nueva ley, la suya. Lo hace
mediante algunas antítesis entre la justicia imperfecta de los escribas y los
fariseos y la más alta justicia del Reino de Dios. La primera antítesis del pasaje de hoy se refiere a la
venganza. «Habéis oído que se os dijo: “Ojo por ojo, diente por diente”. Pues
yo os digo: …si uno te abofetea en la mejilla derecha, preséntale la otra» (Mt 5,38-39). No sólo no se ha devolver al
otro el mal que nos ha hecho, sino que debemos de esforzarnos por hacer el bien
con largueza.
La segunda antítesis se refiere a los enemigos: «Habéis
oído que se dijo: “Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo”. Yo, en
cambio, os digo: “Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen”
(vv. 43-44). A quien quiere seguirlo, Jesús le pide amar a los que no lo
merecen, sin esperar recompensa, para colmar los vacíos de amor que hay en los
corazones, en las relaciones humanas, en las familias, en las comunidades y en
el mundo. Queridos hermanos, Jesús no ha venido para enseñarnos los buenos
modales, las formas de cortesía. Para esto no era necesario que bajara del
cielo y muriera en la cruz. Cristo vino para salvarnos, para mostrarnos el
camino, el único
camino para salir de las arenas movedizas del pecado, y este
camino de santidad es la misericordia, que Él ha tenido y tiene cada día con
nosotros. Ser santos no es un lujo, es necesario para la salvación del mundo.
Esto es lo que el Señor nos pide.
Queridos hermanos
cardenales, el Señor Jesús y la Madre Iglesia nos piden testimoniar con mayor
celo y ardor estas actitudes de santidad. Precisamente en este suplemento de
entrega gratuita consiste la santidad de un cardenal. Por tanto, amemos a
quienes nos contrarían; bendigamos a quien habla mal de nosotros; saludemos con
una sonrisa al que tal vez no lo merece; no pretendamos hacernos valer,
contrapongamos más bien la mansedumbre a la prepotencia; olvidemos las
humillaciones recibidas. Dejémonos guiar siempre por el Espíritu de Cristo, que
se sacrificó a sí mismo en la cruz, para que podamos ser «cauces» por los que
fluye su caridad. Esta es la actitud, este debe ser el comportamiento de un
cardenal. El cardenal –lo digo especialmente a vosotros– entra en la Iglesia de
Roma, hermanos, no en una corte. Evitemos todos y ayudémonos unos a otros a
evitar hábitos y comportamientos cortesanos: intrigas, habladurías, camarillas,
favoritismos, preferencias. Que nuestro lenguaje sea el del Evangelio: «Sí, sí;
no, no»; que nuestras actitudes sean las de las Bienaventuranzas, y nuestra
senda la de la santidad. Pidamos nuevamente: «Que tu ayuda, Padre
misericordioso, nos haga siempre atentos a la voz del Espíritu».
El Espíritu Santo nos
habla hoy por las palabras de san Pablo: «Sois templo de Dios...; santo es el
templo de Dios, que sois vosotros» (cf. 1
Co 3,16-17). En este templo,
que somos nosotros, se celebra una liturgia existencial: la de la bondad, del
perdón, del servicio; en una palabra, la liturgia del amor. Este templo nuestro
resulta como profanado si descuidamos los deberes para con el prójimo. Cuando
en nuestro corazón hay cabida para el más pequeño de nuestros hermanos, es el
mismo Dios quien encuentra puesto. Cuando a ese hermano se le deja fuera, el
que no es bien recibido es Dios mismo. Un corazón vacío de amor es como una
iglesia desconsagrada, sustraída al servicio divino y destinada a otra cosa.
Queridos hermanos
cardenales, permanezcamos unidos en Cristo y entre nosotros. Os pido vuestra
cercanía con la oración, el consejo, la colaboración. Y todos vosotros,
obispos, presbíteros, diáconos, personas consagradas y laicos, uníos en la
invocación al Espíritu Santo, para que el Colegio de Cardenales tenga cada vez
más ardor pastoral, esté más lleno de santidad, para servir al evangelio y
ayudar a la Iglesia a irradiar el amor de Cristo en el mundo.
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HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN LA MISA DE NOCHEBUENA
(24 de diciembre de 2013)
1. «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz
grande» (Is 9,1).
Esta profecía de Isaías no deja de conmovernos,
especialmente cuando la escuchamos en la Liturgia de la Noche de Navidad. No se
trata sólo de algo emotivo, sentimental; nos conmueve porque dice la realidad
de lo que somos: somos un pueblo en camino, y a nuestro alrededor – y también
dentro de nosotros – hay tinieblas y luces. Y en esta noche, cuando el espíritu
de las tinieblas cubre el mundo, se renueva el acontecimiento que siempre nos
asombra y sorprende: el pueblo en camino ve una gran luz. Una luz que nos
invita a reflexionar en este misterio: misterio de caminar y de ver.
Caminar. Este verbo nos hace pensar en el curso de la historia, en el largo
camino de la historia de la salvación, comenzando por Abrahán, nuestro padre en
la fe, a quien el Señor llamó un día a salir de su pueblo para ir a la tierra
que Él le indicaría. Desde entonces, nuestra identidad como creyentes es la de
peregrinos hacia la tierra prometida. Esta historia está siempre acompañada por
el Señor. Él permanece siempre fiel a su alianza y a sus promesas. Porque es
fiel, «Dios es luz sin tiniebla alguna» (1 Jn 1,5). Por parte del pueblo, en
cambio, se alternan momentos de luz y de tiniebla, de fidelidad y de
infidelidad, de obediencia y de rebelión, momentos de pueblo peregrino y de
pueblo errante.
También en nuestra historia personal se alternan momentos luminosos y oscuros,
luces y sombras. Si amamos a Dios y a los hermanos, caminamos en la luz, pero
si nuestro corazón se cierra, si prevalecen en nosotros el orgullo, la mentira,
la búsqueda del propio interés, entonces las tinieblas descienden a nosotros
por dentro y por fuera. «Quien aborrece a su hermano – escribe el apóstol San
Juan – está en las tinieblas, camina en las tinieblas, no sabe adónde va,
porque las tinieblas han cegado sus ojos» (1 Jn 2,11).
2. En esta noche, como un haz de luz clarísima, resuena el anuncio del Apóstol:
«Ha aparecido la gracia de Dios, que trae la salvación para todos los hombres»
(Tt 2, 11). Pueblo en camino, pero pueblo peregrino, que no quiere ser pueblo
errante.
La gracia que ha aparecido en el mundo es Jesús, nacido de María Virgen,
verdadero Dios y verdadero hombre. Ha venido a nuestra historia, ha compartido
nuestro camino. Ha venido para librarnos de las tinieblas y darnos la luz. En
Él ha aparecido la gracia, la misericordia, la ternura del Padre: Jesús es el
Amor hecho carne. No es solamente un maestro de sabiduría, no es un ideal al
que tendemos y del que sabemos que estamos inexorablemente lejanos. Es el
sentido de la vida y de la historia que ha puesto su tienda entre nosotros.
3. Los pastores fueron los primeros que vieron esta “tienda”, que recibieron el
anuncio del nacimiento de Jesús. Fueron los primeros porque eran de los
últimos, de los marginados. Y fueron los primeros porque estaban en vela
aquella noche, guardando su rebaño. Es ley para el peregrino velar, y ellos lo
hacían. Con ellos nos quedamos ante el Niño, nos quedamos en silencio. Con
ellos damos gracias al Señor por habernos dado a Jesús, y con ellos, dejamos
salir desde lo profundo de nuestro corazón, la alabanza por su fidelidad: Te bendecimos,
Señor, Dios Altísimo, que te has despojado de tu rango por nosotros. Tú eres
inmenso, y te has hecho pequeño; eres rico, y te has hecho pobre; eres el
omnipotente, y te has hecho débil.
Que en esta Noche compartamos la alegría del Evangelio: Dios nos ama, nos ama tanto que nos ha dado a su Hijo como nuestro hermano, como luz en nuestras tinieblas. El Señor nos dice una vez más: “No teman” (Lc 2, 10). Como dijeron los ángeles a los pastores “no teman”. Y también yo les repito a todos ustedes: No teman. Nuestro Padre es paciente, nos ama, nos da a Jesús para guiarnos en el camino a la tierra prometida. Él es la luz que disipa las tinieblas. Él es la misericordia ¡Nuestro Padre perdona siempre! Él es nuestra paz. Amén.
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Homilía del Santo
Padre Francisco en la Misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud, en
de Río de Janeiro, Brasil, el 28 de julio de 2013.
Queridos hermanos en el episcopado y
en el sacerdocio, Queridos jóvenes:
“Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos”. Con estas palabras, Jesús se dirige a cada uno de ustedes diciendo: “Qué bonito ha sido participar en la Jornada Mundial de la Juventud, vivir la fe junto a jóvenes venidos de los cuatro ángulos de la tierra, pero ahora tú debes ir y transmitir esta experiencia a los demás”. Jesús te llama a ser discípulo en misión. A la luz de la palabra de Dios que hemos escuchado, ¿qué nos dice hoy el Señor? Tres palabras: “Vayan, sin miedo, para servir”.
“Vayan y hagan discípulos a todos los pueblos”. Con estas palabras, Jesús se dirige a cada uno de ustedes diciendo: “Qué bonito ha sido participar en la Jornada Mundial de la Juventud, vivir la fe junto a jóvenes venidos de los cuatro ángulos de la tierra, pero ahora tú debes ir y transmitir esta experiencia a los demás”. Jesús te llama a ser discípulo en misión. A la luz de la palabra de Dios que hemos escuchado, ¿qué nos dice hoy el Señor? Tres palabras: “Vayan, sin miedo, para servir”.
1. Vayan. En estos días aquí en Río,
han podido experimentar la belleza de encontrar a Jesús y de encontrarlo
juntos, han sentido la alegría de la fe. Pero la experiencia de este encuentro
no puede quedar encerrada en su vida o en el pequeño grupo de la parroquia, del
movimiento o de su comunidad. Sería como quitarle el oxígeno a una llama que
arde. La fe es una llama que se hace más viva cuanto más se comparte, se
transmite, para que todos conozcan, amen y profesen a Jesucristo, que es el
Señor de la vida y de la historia.
Pero ¡cuidado! Jesús no ha dicho: si
quieren, si tienen tiempo, sino: “Vayan
y hagan discípulos a todos los pueblos”. Compartir la experiencia de la fe,
dar testimonio de la fe, anunciar el evangelio es el mandato que el Señor
confía a toda la Iglesia, también a ti; es un mandato que no nace de la voluntad
de dominio o de poder, sino de la fuerza del amor, del hecho que Jesús ha
venido antes a nosotros y nos ha dado, no algo de sí, sino todo él, ha dado su
vida para salvarnos y mostrarnos el amor y la misericordia de Dios. Jesús no
nos trata como a esclavos, sino como a hombres libres, amigos, hermanos; y no
sólo nos envía, sino que nos acompaña, está siempre a nuestro lado en esta
misión de amor. ¿Adónde nos envía Jesús? No hay fronteras, no hay límites: nos
envía a todos. El evangelio no es para algunos sino para todos. No es sólo para
los que nos parecen más cercanos, más receptivos, más acogedores. Es para
todos. No tengan miedo de ir y llevar a Cristo a cualquier ambiente, hasta las
periferias existenciales, también a quien parece más lejano, más indiferente.
El Señor busca a todos, quiere que todos sientan el calor de su misericordia y
de su amor. En particular, quisiera que este mandato de Cristo: “Vayan”, resonara en ustedes jóvenes de
la Iglesia en América Latina, comprometidos en la misión continental promovida
por los obispos. Brasil, América Latina, el mundo tiene necesidad de Cristo.
San Pablo dice: “¡Ay de mí si no anuncio el evangelio! Este continente ha recibido el anuncio del
evangelio, que ha marcado su camino y ha dado mucho fruto. Ahora este anuncio
se os ha confiado también a ustedes, para que resuene con renovada fuerza. La
Iglesia necesita de ustedes, del entusiasmo, la creatividad y la alegría que
les caracteriza. Un gran apóstol de Brasil, el beato José de Anchieta, se
marchó a misionar cuando tenía sólo diecinueve años. ¿Saben cuál es el mejor
medio para evangelizar a los jóvenes? Otro joven. Éste es el camino que hay que
recorrer.
2. Sin miedo. Puede que alguno
piense: “No tengo ninguna preparación especial, ¿cómo puedo ir y anunciar el
evangelio?”. Querido amigo, tu miedo no se diferencia mucho del de Jeremías, un
joven como ustedes, cuando fue llamado por Dios para ser profeta. Recién hemos
escuchado sus palabras: “¡Ay, Señor, Dios mío! Mira que no sé hablar, que sólo
soy un niño”. También Dios dice a ustedes lo que dijo a Jeremías: “No les
tengas miedo, que yo estoy contigo para librarte”. Él está con nosotros. “No tengan miedo”. Cuando vamos a anunciar a Cristo, es él mismo el
que va por delante y nos guía. Al enviar a sus discípulos en misión, ha
prometido: “Yo estoy con ustedes todos los días”. Y esto es verdad también para
nosotros. Jesús no nos deja solos, nunca les deja solos. Les acompaña siempre.
Además Jesús no ha dicho: “Ve”, sino “Vayan”: somos enviados juntos.
Queridos jóvenes, sientan la compañía de toda la Iglesia, y también la comunión
de los santos, en esta misión. Cuando juntos hacemos frente a los desafíos,
entonces somos fuertes, descubrimos recursos que pensábamos que no teníamos.
Jesús no ha llamado a los apóstoles a vivir aislados, los ha llamado a formar
un grupo, una comunidad. Quisiera dirigirme también a ustedes, queridos
sacerdotes que concelebran conmigo en esta eucaristía: han venido para
acompañar a sus jóvenes, y es bonito compartir esta experiencia de fe. Pero es
una etapa en el camino. Sigan acompañándolos con generosidad y alegría,
ayúdenlos a comprometerse activamente en la Iglesia; que nunca se sientan
solos.
3. La última palabra: para servir. Al comienzo del salmo que
hemos proclamado están estas palabras: “Canten al Señor un cántico nuevo”.
¿Cuál es este cántico nuevo? No son palabras, no es una melodía, sino que es el
canto de su vida, es dejar que nuestra vida se identifique con la de Jesús, es
tener sus sentimientos, sus pensamientos, sus acciones. Y la vida de Jesús es
una vida para los demás. Es una vida de servicio.
San Pablo, en la lectura que hemos
escuchado hace poco, decía: “Me he hecho esclavo de todos para ganar a los más
posibles”. Para anunciar a Jesús, Pablo se ha hecho “esclavo de todos”.
Evangelizar es dar testimonio en primera persona del amor de Dios, es superar
nuestros egoísmos, es servir inclinándose a lavar los pies de nuestros hermanos
como hizo Jesús.
Vayan, sin miedo, para servir.
Siguiendo estas tres palabras experimentarán que quien evangeliza es
evangelizado, quien transmite la alegría de la fe, recibe alegría. Queridos
jóvenes, cuando vuelvan a sus casas, no tengan miedo de ser generosos con
Cristo, de dar testimonio del evangelio. En la primera lectura, cuando Dios
envía al profeta Jeremías, le da el poder para “arrancar y arrasar, para
destruir y demoler, para reedificar y plantar”. También es así para ustedes.
Llevar el evangelio es llevar la fuerza de Dios para arrancar y arrasar el mal
y la violencia; para destruir y demoler las barreras del egoísmo, la
intolerancia y el odio; para edificar un mundo nuevo. Jesucristo cuenta con
ustedes. La Iglesia cuenta con ustedes. El Papa cuenta con ustedes. Que María,
Madre de Jesús y Madre nuestra, les acompañe siempre con su ternura: “Vayan y
hagan discípulos a todos los pueblos”. Amén.
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Homilía del Santo Padre Francisco en el Santuario de la Nuestra Señora
de Aparecida, en Brasil. El día 24 de julio de 2013
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio. Queridos hermanos y hermanas. ¡Qué alegría venir a la casa de la Madre de todo brasileño, el Santuario de Nuestra Señora de Aparecida! Al día siguiente de mi elección como Obispo de Roma fui a la Basílica de Santa María la Mayor, en Roma, con el fin de encomendar a la Virgen mi ministerio como Sucesor de Pedro. Hoy he querido venir aquí para pedir a María, nuestra Madre, el éxito de la Jornada Mundial de la Juventud, y poner a sus pies la vida del pueblo latinoamericano.
Quisiera ante todo decirles una cosa. En este santuario, donde hace seis
años se celebró la V Conferencia General del Episcopado de América Latina y el
Caribe, ha ocurrido algo muy hermoso, que he podido constatar personalmente:
ver cómo los obispos —que trabajaban sobre el tema del encuentro con Cristo, el
discipulado y la misión— se sentían alentados, acompañados y en cierto sentido
inspirados por los miles de peregrinos que acudían cada día a confiar su vida a
la Virgen: aquella Conferencia ha sido un gran momento de Iglesia.
Y, en efecto, puede decirse que el Documento de Aparecida nació
precisamente de esta urdimbre entre el trabajo de los Pastores y la fe sencilla
de los peregrinos, bajo la protección materna de María. La Iglesia, cuando
busca a Cristo, llama siempre a la casa de la Madre y le pide: «Muéstranos a Jesús».
De ella se aprende el verdadero discipulado. He aquí por qué la Iglesia va en
misión siguiendo siempre la estela de María.
Hoy, en vista de la Jornada Mundial de la Juventud que me ha traído a
Brasil, también yo vengo a llamar a la puerta de la casa de María —que amó a
Jesús y lo educó— para que nos ayude a todos nosotros, Pastores del Pueblo de
Dios, padres y educadores, a transmitir a nuestros jóvenes los valores que los
hagan artífices de una nación y de un mundo más justo, solidario y fraterno. Para
ello, quisiera señalar tres sencillas actitudes: mantener la esperanza, dejarse
sorprender por Dios y vivir con alegría.
1. Mantener la esperanza. La Segunda Lectura de la Misa presenta una
escena dramática: una mujer —figura de María y de la Iglesia— es perseguida por
un dragón —el diablo— que quiere devorar a su hijo. Pero la escena no es de
muerte sino de vida, porque Dios interviene y pone a salvo al niño (cf.
Ap12,13a-16.15-16a). Cuántas dificultades hay en la vida de cada uno, en
nuestra gente, nuestras comunidades. Pero, por más grandes que parezcan, Dios
nunca deja que nos hundamos.
Ante el desaliento que podría haber en la vida, en quien trabaja en la
evangelización o en aquellos que se esfuerzan por vivir la fe como padres y
madres de familia, quisiera decirles con fuerza: Tengan siempre en el corazón
esta certeza: Dios camina a su lado, en ningún momento los abandona. Nunca
perdamos la esperanza. Jamás la apaguemos en nuestro corazón. El «dragón», el
mal, existe en nuestra historia, pero no es el más fuerte. El más fuerte es
Dios, y Dios es nuestra esperanza.
Cierto que hoy en día, todos un poco, y también nuestros jóvenes,
sienten la sugestión de tantos ídolos que se ponen en el lugar de Dios y
parecen dar esperanza: el dinero, el éxito, el poder, el placer. Con frecuencia
se abre camino en el corazón de muchos una sensación de soledad y vacío, y
lleva a la búsqueda de compensaciones, de estos ídolos pasajeros. Queridos
hermanos y hermanas, seamos luces de esperanza. Tengamos una visión positiva de
la realidad. Demos aliento a la generosidad que caracteriza a los jóvenes,
ayudémoslos a ser protagonistas de la construcción de un mundo mejor: son un
motor poderoso para la Iglesia y para la sociedad. Ellos no sólo necesitan
cosas.
Necesitan sobre todo que se les propongan esos valores inmateriales que
son el corazón espiritual de un pueblo, la memoria de un pueblo. Casi los
podemos leer en este santuario, que es parte de la memoria de Brasil:
espiritualidad, generosidad, solidaridad, perseverancia, fraternidad, alegría;
son valores que encuentran sus raíces más profundas en la fe cristiana.
2. La segunda actitud: dejarse sorprender por Dios. Quien es hombre,
mujer de esperanza —la gran esperanza que nos da la fe— sabe que Dios actúa y
nos sorprende también en medio de las dificultades. Y la historia de este
santuario es un ejemplo: tres pescadores, tras una jornada baldía, sin lograr
pesca en las aguas del Río Parnaíba, encuentran algo inesperado: una imagen de
Nuestra Señora de la Concepción. ¿Quién podría haber imaginado que el lugar de
una pesca infructuosa se convertiría en el lugar donde todos los brasileños
pueden sentirse hijos de la misma Madre?
Dios nunca deja de sorprender, como con el vino nuevo del Evangelio que
acabamos de escuchar. Dios guarda lo mejor para nosotros. Pero pide que nos
dejemos sorprender por su amor, que acojamos sus sorpresas. Confiemos en Dios.
Alejados de él, el vino de la alegría, el vino de la esperanza, se agota. Si
nos acercamos a él, si permanecemos con él, lo que parece agua fría, lo que es
dificultad, lo que es pecado, se transforma en vino nuevo de amistad con él.
3. La tercera actitud: vivir con alegría. Queridos amigos, si caminamos
en la esperanza, dejándonos sorprender por el vino nuevo que nos ofrece Jesús,
ya hay alegría en nuestro corazón y no podemos dejar de ser testigos de esta
alegría. El cristiano es alegre, nunca triste. Dios nos acompaña. Tenemos una
Madre que intercede siempre por la vida de sus hijos, por nosotros, como la
reina Esther en la Primera Lectura (cf. Est 5,3). Jesús nos ha mostrado que el
rostro de Dios es el de un Padre que nos ama. El pecado y la muerte han sido
vencidos. El cristiano no puede ser pesimista. No tiene el aspecto de quien
parece estar de luto perpetuo. Si estamos verdaderamente enamorados de Cristo y
sentimos cuánto nos ama, nuestro corazón se «inflamará» de tanta alegría que
contagiará a cuantos viven a nuestro alrededor. Como decía Benedicto XVI: «El
discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay
futuro» (Discurso Inaugural de la V Conferencia general del Episcopado
Latinoamericano y del Caribe, Aparecida, 13 de mayo 2007: Insegnamenti III/1
[2007], p. 861).
Queridos amigos, hemos venido a llamar a la puerta de la casa de María.
Ella nos ha abierto, nos ha hecho entrar y nos muestra a su Hijo. Ahora ella
nos pide: «Hagan todo lo que él les diga» (Jn 2,5). Sí, Madre nuestra, nos
comprometemos a hacer lo que Jesús nos diga. Y lo haremos con esperanza,
confiados en las sorpresas de Dios y llenos de alegría. Que así sea.
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Homilía del Santo Padre Francisco del día 7 de julio de 2013.
En la fiesta de las vocaciones
Queridos hermanos y
hermanas:
Ya ayer tuve
la alegría de encontrarme con ustedes, y hoy nuestra fiesta es todavía mayor
porque nos reunimos de nuevo para celebrar la Eucaristía, en el día del Señor.
Ustedes son seminaristas, novicios y novicias, jóvenes en el camino vocacional,
provenientes de todas las partes del mundo: ¡representan a la juventud de la
Iglesia! Si la Iglesia es la Esposa de Cristo, en cierto sentido ustedes
constituyen el momento del noviazgo, la primavera de la vocación, la estación
del descubrimiento, de la prueba, de la formación. Y es una etapa muy bonita,
en la que se ponen las bases para el futuro. ¡Gracias por haber venido! Hoy la
palabra de Dios nos habla de la misión. ¿De dónde nace la misión? La respuesta
es sencilla: nace de una llamada que nos hace el Señor, y quien es llamado por
Él lo es para ser enviado. ¿Cuál debe ser el estilo del enviado? ¿Cuáles son
los puntos de referencia de la misión cristiana? Las lecturas que hemos
escuchado nos sugieren tres: la alegría de la consolación, la cruz y la
oración. 1. El primer elemento: la alegría de la consolación. El profeta Isaías
se dirige a un pueblo que ha atravesado el periodo oscuro del exilio, ha
sufrido una prueba muy dura; pero ahora, para Jerusalén, ha llegado el tiempo
de la consolación; la tristeza y el miedo deben dejar paso a la alegría:
“Festejad… gozad… alegraos”, dice el Profeta (66,10). Es una gran invitación a
la alegría. ¿Por qué? ¿Cuál es el motivo de esta invitación a la alegría?
Porque el Señor hará derivar hacia la santa Ciudad y sus habitantes un
“torrente” de consolación, un “torrente” de consolación, tan lleno de consuelo,
un torrente de ternura materna: “Llevarán en brazos a sus criaturas y sobre las
rodillas las acariciarán”. Cuando la mamá pone al niño sobre sus rodillas y lo
acaricia, así hará el Señor con nosotros y hace con nosotros. Éste es el
torrente de ternura que nos da tanto consuelo. “Como a un niño a quien su madre
consuela, así los consolaré yo” (v. 12-13). Todo cristiano, sobre todo
nosotros, estamos llamados a ser portadores de este mensaje de esperanza que da
serenidad y alegría: la consolación de Dios, su ternura para con todos. Pero
sólo podremos ser portadores si nosotros experimentamos antes la alegría de ser
consolados por Él, de ser amados por Él. ¡Esto es importante para que nuestra
misión sea fecunda: sentir la consolación de Dios y transmitirla! Yo he
encontrado algunas veces a personas consagradas que tienen miedo de la
consolación de Dios, y pobres, pobres, se atormentan, porque tienen miedo de
esta ternura de Dios. Pero no tengan miedo. No tengan miedo, el Señor es el
Señor de la consolación, el Señor de la ternura. El Señor es Padre y Él dice
que hará con nosotros como una mamá con su niño, con su ternura. No tengan
miedo de la consolación del Señor. La invitación de Isaías ha de resonar en
nuestro corazón: “Consolad, consolad a mi pueblo” (40,1), y convertirse en
misión. Encontrar al Señor que nos consuela e ir a consolar al pueblo de Dios.
Ésta es la misión. La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras,
pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la
ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia
el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios! 2. El segundo punto de
referencia de la misión es la cruz de Cristo. San Pablo, escribiendo a los
Gálatas, dice: “Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor
Jesucristo” (6,14). Y habla de las “marcas”, es decir, de las llagas de Cristo
Crucificado, como el cuño, la señal distintiva de su existencia de Apóstol del
Evangelio. En su ministerio, Pablo ha experimentado el sufrimiento, la
debilidad y la derrota, pero también la alegría y la consolación. He aquí el
misterio pascual de Jesús: misterio de muerte y resurrección. Y precisamente
haberse dejado conformar con la muerte de Jesús ha hecho a San Pablo participar
en su resurrección, en su victoria. En la hora de la oscuridad y de la prueba
está ya presente y activa el alba de la luz y de la salvación. ¡El misterio
pascual es el corazón palpitante de la misión de la Iglesia! Y si permanecemos
dentro de este misterio, estamos a salvo tanto de una visión mundana y
triunfalista de la misión, como del desánimo que puede nacer ante las pruebas y
los fracasos. La fecundidad pastoral, la fecundidad del anuncio del Evangelio
no procede ni del éxito ni del fracaso según los criterios de valoración
humana, sino de conformarse con la lógica de la Cruz de Jesús, que es la lógica
del salir de sí mismos y darse, la lógica del amor. Es la Cruz – siempre la
Cruz con Cristo –, la que garantiza la fecundidad de nuestra misión. Y desde la
Cruz, acto supremo de misericordia y de amor, renacemos como “criatura nueva”
(Ga 6,15). 3. Finalmente, el tercer elemento: la oración. En el Evangelio hemos
escuchado: “Rogad, pues, al dueño de la mies que mande obreros a su mies” (Lc
10,2). Los obreros para la mies no son elegidos mediante campañas publicitarias
o llamadas al servicio de la generosidad, sino que son “elegidos” y “mandados”
por Dios. Es Él quien elige, es Él quien manda, es Él quien envía, es Él quien
da la misión. Por eso es importante la oración. La Iglesia, nos ha repetido
Benedicto XVI, no es nuestra, sino de Dios; y cuántas veces nosotros los
consagrad pensamos que es nuestra ¿eh? Hacemos lo que se nos ocurre... Pero no
es nuestra, es de Dios, el campo a cultivar es suyo. Así pues, la misión es
sobre todo gracia. La misión es gracia. Y si el apóstol es fruto de la oración,
encontrará en ella la luz y la fuerza para su acción. En efecto, nuestra misión
pierde su fecundidad, e incluso se apaga, en el mismo momento en que se
interrumpe la conexión con la fuente, con el Señor. Queridos seminaristas,
queridas novicias y queridos novicios, queridos jóvenes en el camino
vocacional. Uno de ustedes, uno de sus formadores, me decía el otro día,
évangéliser on fait en genou, la evangelización se hace de rodillas, la
evangelización se hace de rodillas. Escuchen bien: “La evangelización se hace
de rodillas”, sean siempre hombres y mujeres de oración. ¡Sean siempre hombres
y mujeres de oración! Sin la relación constante con Dios la misión se convierte
en función. Pero que tú trabajes, como sastre, como cocinera, como sacerdote,
¿trabajas como sacerdote, trabajas como religiosa…? No. No es un oficio, es
otra cosa. El riesgo del activismo, de confiar demasiado en las estructuras,
está siempre al acecho. Si miramos a Jesús, vemos que la víspera de cada
decisión y acontecimiento importante, se recogía en oración intensa y
prolongada. Cultivemos la dimensión contemplativa, incluso en la vorágine de
los compromisos más urgentes y acuciantes. Cuanto más les llame la misión a ir
a las periferias existenciales, más unido ha de estar su corazón a Cristo,
lleno de misericordia y de amor. ¡Aquí reside el secreto de la fecundidad
pastoral, de la fecundidad de un discípulo del Señor! Jesús manda a los suyos
sin “talega, ni alforja, ni sandalias” (Lc 10,4). La difusión del Evangelio no
está asegurada ni por el número de personas, ni por el prestigio de la
institución, ni por la cantidad de recursos disponibles. Lo que cuenta es estar
imbuidos del amor de Cristo, dejarse conducir por el Espíritu Santo, e injertar
la propia vida en el árbol de la vida, que es la Cruz del Señor. Queridos
amigos y amigas, con gran confianza les pongo bajo la intercesión de María
Santísima. Ella es la Madre que nos ayuda a tomar las decisiones definitivas
con libertad, sin miedo. Que Ella los ayude a dar testimonio de la alegría de
la consolación de Dios, sin tener miedo de la alegría, que Ella los ayude a
conformarse con la lógica de amor de la Cruz, a crecer en una unión cada vez
más intensa con el Señor en la oración. ¡Así su vida será rica y fecunda!
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Homilía del Santo Padre Francisco
del domingo 16 de junio de 2013
Queridos hermanos y hermanas Esta celebración tiene un nombre muy bello: el Evangelio de la Vida.
Con esta Eucaristía, en el Año de la fe, queremos dar gracias al Señor por el
don de la vida en todas sus diversas manifestaciones, y queremos al mismo
tiempo anunciar el Evangelio de la Vida. A partir de la Palabra de Dios que
hemos escuchado, quisiera proponerles tres puntos sencillos de meditación para
nuestra fe: en primer lugar, la Biblia nos revela al Dios vivo, al Dios que es
Vida y fuente de la vida; en segundo lugar, Jesucristo da vida, y el Espíritu
Santo nos mantiene en la vida; tercero, seguir el camino de Dios lleva a la
vida, mientras que seguir a los ídolos conduce a la muerte. 1. La primera
lectura, tomada del Libro Segundo de Samuel, nos habla de la vida y de la
muerte. El rey David quiere ocultar que cometió adulterio con la mujer de Urías
el hitita, un soldado en su ejército y, para ello, manda poner a Urías en
primera línea para que caiga en la batalla. La Biblia nos muestra el drama
humano en toda su realidad, el bien y el mal, las pasiones, el pecado y sus
consecuencias. Cuando el hombre quiere afirmarse a sí mismo, encerrándose en su
propio egoísmo y poniéndose en el puesto de Dios, acaba sembrando la muerte. Y
el adulterio del rey David es un ejemplo. Y el egoísmo conduce a la mentira,
con la que trata de engañarse a sí mismo y al prójimo. Pero no se puede engañar
a Dios, y hemos escuchado lo que dice el profeta a David: «Has hecho lo que
está mal a los ojos de Dios» (cf. 2 S 12,9). Al rey se le pone frente a sus
obras de muerte, - realmente lo que hizo es una obra de muerte, no de vida -
comprende y pide perdón: «He pecado contra el Señor» (v. 13), y el Dios
misericordioso, que quiere la vida y siempre nos perdona, le da de nuevo la
vida; el profeta le dice: «También el Señor ha perdonado tu pecado, no
morirás». ¿Qué imagen tenemos de Dios? Tal vez nos parece un juez severo, como
alguien que limita nuestra libertad de vivir. Pero toda la Escritura nos
recuerda que Dios es el Viviente, el que da la vida y que indica la senda de la
vida plena. Pienso en el comienzo del Libro del Génesis: Dios formó al hombre
del polvo de la tierra, soplando en su nariz el aliento de vida y el hombre se
convirtió en un ser vivo (cf. 2,7). Dios es la fuente de la vida; y gracias a
su aliento el hombre tiene vida y su aliento es lo que sostiene el camino de su
existencia terrena. Pienso igualmente en la vocación de Moisés, cuando el Señor
se presenta como el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, como el Dios de los
vivos; y, enviando a Moisés al faraón para liberar a su pueblo, revela su
nombre: «Yo soy el que soy», el Dios que se hace presente en la historia, que
libera de la esclavitud, de la muerte, y que saca al pueblo porque es el
Viviente. Pienso también en el don de los Diez Mandamientos: una vía que Dios
nos indica para una vida verdaderamente libre, para una vida plena; no son un
himno al «no» - no debes hacer esto, no debes hacer esto, no debes hacer esto:
¡no! Son más bien un himno al «sí» a Dios, al Amor, a la Vida. Queridos amigos,
nuestra vida es plena sólo en Dios, porque sólo Él es el Viviente. 2. El pasaje
evangélico de hoy nos hace dar un paso más. Jesús encuentra a una mujer
pecadora durante una comida en casa de un fariseo, suscitando el escándalo de
los presentes: Jesús deja que se acerque una pecadora, e incluso le perdona los
pecados, diciendo: «Sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado
mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco» (Lc 7,47). Jesús es la
encarnación del Dios vivo, el que trae la vida, ante tantas obras de muerte,
ante el pecado, el egoísmo, el cerrarse en sí mismos. Jesús acoge, ama,
levanta, anima, perdona y da nuevamente la fuerza para caminar, devuelve la
vida. Vemos en todo el Evangelio cómo Jesús trae con gestos y palabras la vida
de Dios que transforma. Es la experiencia de la mujer que unge los pies del
Señor con perfume: se siente comprendida, amada, y responde con un gesto de
amor, se deja tocar por la misericordia de Dios y obtiene el perdón, comienza
una vida nueva. Dios el Viviente es misericordioso ¿están de acuerdo?
¡Digámoslo juntos: Dios el Viviente es misericordioso! ¡Dios el Viviente es
misericordioso! Otra vez: ¡Dios el Viviente es misericordioso! Esta fue también
la experiencia del apóstol Pablo, como hemos escuchado en la segunda Lectura:
«Mi vida ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se
entregó por mí» (Ga 2,20). ¿Qué es esta vida? Es la vida misma de Dios. Y
¿quién nos introduce en esta vida? El Espíritu Santo, el don de Cristo
resucitado. Es él quien nos introduce en la vida divina como verdaderos hijos
de Dios, como hijos en el Hijo unigénito, Jesucristo. ¿Estamos abiertos
nosotros al Espíritu Santo? ¿Nos dejamos guiar por él? El cristiano es un
hombre espiritual, y esto no significa que sea una persona que vive «en las
nubes», fuera de la realidad (como si fuera un fantasma), no. El cristiano es
una persona que piensa y actúa en la vida cotidiana según Dios, una persona que
deja que su vida sea animada, alimentada por el Espíritu Santo, para que sea
plena, propia de verdaderos hijos. Y eso significa realismo y fecundidad. Quien
se deja guiar por el Espíritu Santo es realista, sabe cómo medir y evaluar la
realidad, y también es fecundo: su vida engendra vida a su alrededor. 3. Dios
es el Viviente, es el Misericordioso, Jesús nos trae la vida de Dios, el
Espíritu Santo nos introduce y nos mantiene en la relación vital de verdaderos
hijos de Dios. Pero, con frecuencia – lo sabemos por experiencia - el hombre no
elige la vida, no acoge el «Evangelio de la vida», sino que se deja guiar por
ideologías y lógicas que ponen obstáculos a la vida, que no la respetan, porque
vienen dictadas por el egoísmo, el propio interés, el lucro, el poder, el
placer, y no están dictadas por el amor, por la búsqueda del bien del otro. Es
la constante ilusión de querer construir la ciudad del hombre sin Dios, sin la
vida y el amor de Dios: una nueva Torre de Babel; es pensar que el rechazo de
Dios, del mensaje de Cristo, del Evangelio de la vida, lleva a la libertad, a
la plena realización del hombre. El resultado es que el Dios vivo es sustituido
por ídolos humanos y pasajeros, que ofrecen un embriagador momento de libertad,
pero que al final son portadores de nuevas formas de esclavitud y de muerte. La
sabiduría del salmista dice: «Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón;
la norma del Señor es límpida y da luz a los ojos» (Sal 19,9). ¡Recordémoslo
siempre: el Señor es el Viviente, es misericordioso! ¡el Señor es el Viviente,
es misericordioso! Queridos hermanos y hermanas, miremos a Dios como al Dios de
la vida, miremos su ley, el mensaje del Evangelio, como una vida de libertad.
El Dios vivo nos hace libres. Digamos sí al amor y no al egoísmo, digamos sí a
la vida y no a la muerte, digamos sí a la libertad y no a la esclavitud de
tantos ídolos de nuestro tiempo; en una palabra, digamos sí a Dios, que es
amor, vida y libertad, y nunca defrauda (cf. 1 Jn 4,8, Jn 11,25, Jn 8,32). A
dios, que es el Viviente y el Misericordioso. Sólo la fe en el Dios vivo nos
salva; en el Dios que en Jesucristo nos ha dado su vida y, con el don del
Espíritu Santo, y hace vivir como verdaderos hijos de Dios, con su
misericordia. Esta fe nos hace libres y felices. Pidamos a María, Madre de la
Vida, que nos ayude a recibir y dar testimonio siempre del «Evangelio de la
Vida». Así sea.
Homilía
del Santo Padre Francisco en la festividad de Pentecostés (domingo 19-5-2013)
Queridos
hermanos y hermanas:
En este día, contemplamos y
revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado
derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el
cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.
Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a
nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San
Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos
escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior
de la casa donde están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama
la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que
sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas»,
que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y
lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no
sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón.
Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su
fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras
lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a
una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda
admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos
experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra
lengua nativa». ¿Y de qué hablaban? «De las grandezas de Dios». A la luz de este
texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras
relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.
1. La novedad nos da siempre un poco de miedo,
porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros
los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros
esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con
frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta
difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo
anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos
lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia
limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la
historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad, trasforma
y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y
se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés
se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los
Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para
anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo
para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La
novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo
que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y
siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos: ¿Estamos abiertos a las «sorpresas
de Dios»? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo?
¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos
presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la
capacidad de respuesta?
2. Una segunda idea: el
Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce
diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una
gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no
significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la
armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión
que me gusta mucho: el Espíritu Santo «ipse harmonia est». Sólo Él puede
suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo,
realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la
diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros
exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos
construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la
uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el
Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto,
porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar
juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma
y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una
característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo
movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los
caminos paralelos son peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá
(proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial, y no permanecemos en
ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 9). Así, pues,
preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo
exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?
3. El último punto. Los
teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu
Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el
ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no
iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo,
y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia
autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para
salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para
comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el
alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un
hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros
podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un
inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo
resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como
hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro
Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito,
el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando
el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las
periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si
tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si
dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión. La liturgia de hoy es
una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la
efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada
movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este
don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca:
«Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y
enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.
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Homilia del Santo Padre
Francisco
(domingo 5de mayo de 2013),
Sexto Domingo de Pascua.
Queridos Hermanos y
hermanas, han tenido el valor de venir con esta lluvia, que el Señor los
bendiga mucho.
En el camino del año de la Fe, me alegra
celebrar esta Eucarística dedicada de manera especial a las Hermandades, una
realidad tradicional en la Iglesia que ha vivido en los últimos tiempos una
renovación y un redescubrimiento.
Os saludo a todos con afecto, en especial a
las Hermandades que han venido de diversas partes del mundo. Gracias por
vuestra presencia y testimonio.
1. Hemos escuchado en el Evangelio un pasaje
de los sermones de despedida de Jesús, que el evangelista Juan nos ha dejado en
el contexto de la Última Cena. Jesús confía a los apóstoles sus últimas
recomendaciones, antes de dejarlos, como un testamento espiritual.
El texto de hoy insiste en que la Fe cristiana
está toda ella centrada en la relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo. Quién ama al Señor Jesús, acoge en sí a Él y al Padre, y gracias al
Espíritu Santo acoge en su corazón y en su propia vida el Evangelio. Aquí se
indica el centro del que todo debe iniciar, y al que todo debe conducir: amar a
Dios, ser discípulos de Cristo viviendo el Evangelio. Dirigiéndose a vosotros,
Benedicto XVI ha usado esta palabra: «Evangelicidad».
Queridas Hermandades, la piedad popular, de la
que ustedes son una manifestación importante, es un tesoro que tiene la Iglesia
y que los Obispos latinoamericanos han definido de manera significativa como
una espiritualidad, una mística, que es un «espacio de encuentro con
Jesucristo».Acudan siempre a Cristo, fuente inagotable, refuercen su Fe
cuidando la formación espiritual, la oración personal y comunitaria, la
liturgia. A lo largo de los siglos, las Hermandades han sido fragua de santidad
de muchos que han vivido con sencillez una relación intensa con el señor.
Caminad con decisión hacia la santidad; no os conforméis con una vida cristiana
mediocre, sino que vuestra pertenencia sea un estímulo, ante todo para
vosotros, para amar más a Jesucristo.
2. También el pasaje de los Hechos de los
Apóstoles que hemos escuchado nos habla de lo que es esencial. En la Iglesia
naciente fue necesario inmediatamente discernir lo que era esencial para ser
cristianos, para seguir a Cristo, y lo que no lo era. Los Apóstoles y los
ancianos tuvieron una reunión importante en Jerusalén, un primer «concilio»
sobre este tema, a causa de los problemas que habían surgido después de que el
Evangelio hubiera sido predicado a los gentiles, a los no judíos. Fue una
ocasión providencial para comprender mejor qué es lo esencial, es decir, creer
en Jesucristo, muerto y resucitado por nuestros pecados, y amarse unos a otros
como Él nos ha amado. Pero notad cómo las dificultades no se superaron fuera,
sino dentro de la Iglesia. Y aquí entra un segundo elemento que quisiera
recordaros, como hizo Benedicto XVI: la «eclesialidad». La piedad popular es
una senda que lleva a lo esencial si se vive en la Iglesia, en comunión
profunda con vuestros Pastores. Queridos hermanos y hermanas, la Iglesia os
quiere. Sed una presencia activa en la comunidad, como células vivas, piedras
vivas. Los obispos latinoamericanos han dicho que la piedad popular, de la que
sois una expresión es «una manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse
parte de la Iglesia» (Documento de Aparecida, 264). ¡Esto es hermoso! Una
manera legítima de vivir la fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia. Amad a
la Iglesia. Dejaos guiar por ella. En las parroquias, en las diócesis, sed un
verdadero pulmón de fe y de vida cristiana, aire fresco. Veo en esta plaza una
gran variedad antes de paraguas y ahora de colores y de signos. Así es la
Iglesia: una gran riqueza y variedad de expresiones en las que todo se
reconduce a la unidad, la variedad reconducida a la unidad y la unidad es
encuentro con Cristo.
3. Quisiera añadir una tercera palabra que os
debe caracterizar: «misionariedad». Tenéis una misión específica e importante,
que es mantener viva la relación entre la fe y las culturas de los pueblos a
los que pertenecéis, y lo hacéis a través de la piedad popular. Cuando, por
ejemplo, lleváis en procesión el crucifijo con tanta veneración y tanto amor al
Señor, no hacéis únicamente un gesto externo; indicáis la centralidad del
Misterio Pascual del Señor, de su Pasión, Muerte y Resurrección, que nos ha
redimido; e indicáis, primero a vosotros mismos y también a la comunidad, que
es necesario seguir a Cristo en el camino concreto de la vida para que nos
transforme. Del mismo modo, cuando manifestáis la profunda devoción a la Virgen
María, señaláis al más alto logro de la existencia cristiana, a Aquella que por
su fe y su obediencia a la voluntad de Dios, así como por la meditación de las
palabras y las obras de Jesús, es la perfecta discípula del Señor (cf. Lumen
gentium, 53). Esta fe, que nace de la escucha de la Palabra de Dios, vosotros
la manifestáis en formas que incluyen los sentidos, los afectos, los símbolos
de las diferentes culturas... Y, haciéndolo así, ayudáis a transmitirla a la
gente, y especialmente a los sencillos, a los que Jesús llama en el Evangelio
«los pequeños». En efecto, «el caminar juntos hacia los santuarios y el
participar en otras manifestaciones de la piedad popular, también llevando a
los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto evangelizador»
(Documento de Aparecida, 264). Cuando vais a los santuarios, cuando lleváis a
la familia, a vuestros hijos, hacéis una verdadera obra evangelizadora. Es
necesario seguir por este camino. Sed también vosotros auténticos
evangelizadores. Que vuestras iniciativas sean «puentes», senderos para llevar
a Cristo, para caminar con Él. Y, con este espíritu, estad siempre atentos a la
caridad. Cada cristiano y cada comunidad es misionera en la medida en que lleva
y vive el Evangelio, y da testimonio del amor de Dios por todos, especialmente
por quien se encuentra en dificultad. Sed misioneros del amor y de la ternura
de Dios. Sed misioneros de la misericordia de Dios, que siempre nos perdona,
nos espera siempre y nos ama tanto.
Autenticidad evangélica, eclesialidad, ardor
misionero.
Tres palabras, no las olvidéis: Autenticidad
evangélica, eclesialidad, ardor misionero. Pidamos al Señor que oriente siempre
nuestra mente y nuestro corazón hacia Él, como piedras vivas de la Iglesia,
para que todas nuestras actividades, toda nuestra vida cristiana, sea un
testimonio luminoso de su misericordia y de su amor. Así caminaremos hacia la
meta de nuestra peregrinación terrena, hacia ese santuario tan hermoso, hacia
la Jerusalén del cielo. Allí ya no hay ningún templo: Dios mismo y el Cordero
son su templo; y la luz del sol y la luna ceden su puesto a la gloria del
Altísimo.
Que así sea
Homilía del Papa Francisco
en la Basílica de San Pedro,
21 de abril de 2013
Queridísimos hermanos y hermanas: Estos
hermanos e hijos nuestros han sido llamados al orden del presbiterado.
Reflexionemos atentamente a cuál ministerio serán elevados en la Iglesia.Como
bien saben, el Señor Jesús es el único Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento,
pero en Él también todo el pueblo santo de Dios ha sido constituido pueblo
sacerdotal. Sin embargo, entre todos sus discípulos, el Señor Jesús quiere
elegir algunos en particular para que, ejerciendo públicamente en la Iglesia en
su nombre el oficio sacerdotal en favor de todos los hombres, continúen su
personal misión de maestro, sacerdote y pastor. Así como en efecto, para ello
Él había sido enviado por el Padre, del mismo modo Él envió a su vez al mundo,
primero a los apóstoles y luego a los obispos y sus sucesores, a los cuales, en
fin, se dio como colaboradores a los presbíteros, que –unidos a ellos en el
ministerio sacerdotal – están llamados al servicio del pueblo de Dios. Después
de madura reflexión y oración, ahora estamos por elevar al orden de los
presbíteros a estos hermanos nuestros, para que al servicio de Cristo, Maestro,
Sacerdote y Pastor, cooperen en la edificación del Cuerpo de Cristo que es la
Iglesia como pueblo de Dios y Templo Santo del Espíritu Santo. En efecto, ellos
serán configurados en Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, es decir que serán
consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento y con este título
que los une en el sacerdocio a su obispo, serán predicadores del Evangelio,
pastores del Pueblo de Dios y presidirán las acciones de culto, especialmente
en la celebración del sacrificio del Señor. En cuanto a ustedes, hermanos e
hijos amadísimos, que están por ser promovidos al orden del presbiterado,
consideren que ejerciendo el ministerio de la Sagrada Doctrina serán partícipes
de la misión de Cristo, único Maestro. Dispensen a todos aquella Palabra de
Dios que ustedes mismos han recibido con alegría. Recuerden a sus mamás,
abuelitas, catequistas, que les dieron la Palabra de Dios, la fe…. este don de
la fe, que les transmitieron, este don de la fe. Lean y mediten asiduamente la
Palabra del Señor, para creer lo que han leído, para enseñar lo que aprendieron
en la fe, vivir lo que han enseñado. Recuerden también que la Palabra de Dios
no es propiedad de ustedes: es Palabra de Dios. Y la Iglesia es la que custodia
la Palabra de Dios. Por lo tanto, que la doctrina de ustedes sea alimento para
el Pueblo de Dios; alegría y sostén a los fieles de Cristo el perfume de
vuestra vida, para que con su palabra y su ejemplo ustedes edifiquen la casa de
Dios, que es la Iglesia. Ustedes continuarán la obra santificadora de Cristo.
Mediante el ministerio de ustedes, el sacrificio espiritual de los fieles se
hace perfecto, porque se une al sacrificio de Cristo, que por medio de las manos
de ustedes, en nombre de toda la Iglesia, es ofrecido de modo incruento sobre
el altar de la celebración por los Santos Misterios. Reconozcan pues lo que
hacen. Imiten lo que celebren, para que participando en el misterio de la
muerte y resurrección del Señor, lleven la muerte de Cristo en sus miembros y
caminen con Él en novedad de vida. Con el Bautismo agregarán nuevos fieles al
Pueblo de Dios. Con el Sacramento de la Penitencia remitirán los pecados en
nombre de Cristo y de la Iglesia: hoy les pido en nombre de Cristo y de la
Iglesia, por favor, no se cansen de ser misericordiosos. Con el óleo santo
darán alivio a los enfermos y también a los ancianos: no se avergüencen de dar
ternura a los ancianos … Celebrando los sagrados ritos y elevando sus oraciones
de alabanza y súplica durante las distintas horas del día, ustedes se harán voz
del Pueblo de Dios y de la humanidad entera. Conscientes de haber sido elegidos
entre los hombres y constituidos en favor de ellos para cuidar las cosas de
Dios, ejerzan con alegría y caridad sincera la obra sacerdotal de Cristo, con
el único anhelo de gustar a Dios y a no a ustedes mismos. Sean pastores, no
funcionarios. Sean mediadores, no intermediarios. En fin, participando en la
misión de Cristo, Cabeza y Pastor, en comunión filial con su obispo,
comprométanse en unir a sus fieles en una única familia para conducirlos a Dios
Padre por medio de Cristo en el Espíritu Santo. Tengan siempre ante sus ojos el
ejemplo del Buen Pastor, que no ha venido para ser servido, sino para servir y
para tratar de salvar lo que estaba perdido.
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Homilía del Santo Padre Francisco, del III Domingo de Pascua, en la celebración Eucarística en la Basílica de San Pablo Extramuros, 14 de abril de 2013.
"Queridos
Hermanos y Hermanas: Me alegra celebrar la Eucaristía con ustedes en esta
Basílica. Saludo al Arcipreste, el Cardenal James Harvey, y le agradezco las
palabras que me ha dirigido; junto a él, saludo y doy las gracias a las
diversas instituciones que forman parte de esta Basílica, y a todos vosotros.
Estamos sobre la tumba de san Pablo, un humilde y gran Apóstol del Señor, que
lo ha anunciado con la palabra, ha dado testimonio de él con el martirio y lo
ha adorado con todo el corazón. Estos son precisamente los tres verbos sobre
los que quisiera reflexionar a la luz de la Palabra de Dios que hemos
escuchado: anunciar, dar testimonio, adorar.
1. En la
Primera Lectura llama la atención la fuerza de Pedro y los demás Apóstoles. Al
mandato de permanecer en silencio, de no seguir enseñando en el nombre de
Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos responden claramente: «Hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres». Y no los detiene ni siquiera el ser
azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles anuncian con
audacia, con parresia, aquello que han recibido, el Evangelio de Jesús. Y
nosotros, ¿somos capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de
vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que representa para nosotros, en
familia, con los que forman parte de nuestra vida cotidiana? La fe nace de la
escucha, y se refuerza con el anuncio.
2. Pero
demos un paso más: el anuncio de Pedro y de los Apóstoles no consiste sólo en
palabras, sino que la fidelidad a Cristo entra en su vida, que queda
transformada, recibe una nueva dirección, y es precisamente con su vida con la
que dan testimonio de la fe y del anuncio de Cristo. En el Evangelio, Jesús
pide a Pedro por tres veces que apaciente su grey, y que la apaciente con su
amor, y le anuncia: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y
te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). Esta es una palabra dirigida a
nosotros, los Pastores: no se puede apacentar el rebaño de Dios si no se acepta
ser llevados por la voluntad de Dios incluso donde no queremos, si no hay
disponibilidad para dar testimonio de Cristo con la entrega de nosotros mismos,
sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de nuestra vida. Pero esto
vale para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y testimoniado. Cada uno
debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el
valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano,
obedeciendo a Dios? Es verdad que el testimonio de la fe tiene muchas formas,
como en un gran mural hay variedad de colores y de matices; pero todos son
importantes, incluso los que no destacan. En el gran designio de Dios, cada
detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío,
también ese escondido de quien vive con sencillez su fe en lo cotidiano de las
relaciones de familia, de trabajo, de amistad. Hay santos del cada día, los
santos «ocultos», una especie de «clase media de la santidad», como decía un
escritor francés, esa «clase media de la santidad» de la que todos podemos
formar parte. Pero en diversas partes del mundo hay también quien sufre, como
Pedro y los Apóstoles, a causa del Evangelio; hay quien entrega la propia vida
por permanecer fiel a Cristo, con un testimonio marcado con el precio de su
sangre. Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin
el testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer
en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria a Dios. Me
viene ahora a la memoria un consejo que San Francisco de Asís daba a sus
hermanos: predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las
palabras. Predicar con la vida: el testimonio. La incoherencia de los fieles y
los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo de
vivir, mina la credibilidad de la Iglesia.
3. Pero
todo esto solamente es posible si reconocemos a Jesucristo, porque es él quien
nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino, nos ha elegido. Anunciar
y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a él, justamente como
Pedro, Juan y los otros discípulos estaban en torno a Jesús resucitado, como
dice el pasaje del Evangelio de hoy; hay una cercanía cotidiana con él, y ellos
saben muy bien quién es, lo conocen. El Evangelista subraya que «ninguno de los
discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el
Señor» (Jn 21,12). Y esto es un punto importante para nosotros: vivir una
relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y de vida, de tal manera
que lo reconozcamos como «el Señor». ¡Adorarlo! El pasaje del Apocalipsis que
hemos escuchado nos habla de la adoración: miríadas de ángeles, todas las
creaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en adoración ante el Trono
de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien se debe alabanza, honor y
gloria (cf. Ap 5,11-14). Quisiera que nos hiciéramos todos una pregunta: Tú,
yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos
dirigimos a él también para adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar
a Dios? Significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar con él,
sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante
de todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal
vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas
consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a él
el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer – pero
no simplemente de palabra – que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida;
adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de que es el único
Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia.
Esto tiene
una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o
grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y
tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien
escondidos; pueden ser la ambición, el carrerismo, el gusto del éxito, el poner
en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la
pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos
apegados, y muchos otros. Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el
corazón de cada uno, y que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en
qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar al Señor? Adorar es
despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al
Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano. El Señor es el único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a él. Anunciar, dar testimonio, adorar. Que la Santísima Virgen María y el Apóstol Pablo nos ayuden en este camino, e intercedan por nosotros.
Así sea."
Queridos hermanos y hermanas, el Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano. El Señor es el único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a él. Anunciar, dar testimonio, adorar. Que la Santísima Virgen María y el Apóstol Pablo nos ayuden en este camino, e intercedan por nosotros.
Así sea."
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